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miércoles, 12 de abril de 2023

Dennis Álvaro: «El divorcio no era la mejor opción para las mujeres en el virreinato»

 


Dennis Álvaro hace mucho que bucea en las aguas de la investigación periodística y se dice de él que posee un gran olfato para dar con noticia y 'levantarla' como debe ser. Cerca de 30 años metido de lleno en el oficio de reportero, sin duda,  lo capacita con creces para que hoy se dedique a explorar en el origen del Perú mestizo en busca de respuestas que le permitan entender la particular idiosincrasia de sus compatriotas e, incluso, colocarse en el rol de chamán visionario para hacerse una idea del futuro que se construyen. El amor en la guerra de la independencia, su más reciente obra, es un conjunto de crónicas que nos muestra escenas de la vida cotidiana de ese grupo humano tan dispar y controvertido que habitó el Virreinato del Perú en sus postrimerías y que fue testigo de las primeras acciones emancipadoras. Las historias tienen como protagonistas a las mujeres y dan cuenta del papel que desempeñaron a lo largo de esas épocas convulsas. 

Te planteaste escribir un libro sobre el papel que jugaron las mujeres durante  el virreinato y el proceso independentista a partir de la figura de Ángela Zevallos, esposa del penúltimo virrey del Perú, Joaquín de la Pezuela. ¿Qué te impactó de ella?

Primero me llamó la atención que ella fuera el blanco de las críticas a su esposo, precisamente en la etapa crucial de la guerra de la independencia, cuando San Martín está por desembarcar en Pisco con el Ejército Libertador. Se le cuestionaba a ella por su fuerte carácter y tener injerencia en asuntos del gobierno, mientras a Pezuela se le presentaba dubitativo. Incluso ella lo representaba en algunos eventos, como cuando se presentó a un acto a bordo de un buque inglés en el Callao. Según Palma, la animadversión de la aristocracia limeña contra doña Ángela se inició desde el matrimonio de su hija, Joaquina, con el reconquistador de Chile, el brigadier Mariano Osorio. Palma dice que doña Ángela, tras culminar la ceremonia nupcial, se puso a rezar el rosario en voz alta y los sorprendidos invitados debieron seguirla. Terminada la oración ella dio por terminada la relación cuando los aristócratas e invitados esperaban una larga reunión con el virrey.

Demuestras en El amor en la guerra de la independencia que, sin importar su raza o condición social, ellas se atrevieron a denunciar malos tratos siendo esclavas o adulterio cuando libres, echando mano de las escasas herramientas legales que tenían a su alcance.

El adulterio y las relaciones de pareja sin matrimonio, definidas como amancebamiento, eran condenadas y perseguidas por la Inquisición. Los sacerdotes, en sus sermones y alocuciones, alentaban a los feligreses a denunciar estos hechos y, en el peor de los casos, a auto denunciarse si caían en la tentación. Gracias al Archivo Arzobispal presento varios de estos casos, entre ellos el de un moreno comprometido en matrimonio, pero que también tuvo relaciones carnales con la futura suegra. Para estar bien con su conciencia, se denunció a sí mismo y fue perdonado.

Álvaro se inspiró en la esposa del Virrey  de la Pezuela
para escribir su obra.
En el caso de las esclavas, raras veces  las denuncias que interponían a sus amos eran escuchadas, sin embargo, las españolas y criollas corrían con mejor suerte cuando pedían el divorcio por violencia o sevicia, ¿no es así?

El divorcio no era la mejor opción para las mujeres en el virreinato. Tampoco era una demanda muy extendida. Era mal visto y por eso había una casa de divorciadas, donde eran recluidas junto con mujeres abandonadas e indigentes. Lo que si eran frecuentes eran las denuncias por violencia y sevicia por parte de las esclavas contra sus amos, pero este tampoco era un proceso muy alentador para ellas porque tenían que presentar pruebas palpables y testigos, y no siempre eran atendidas.

El Concilio de Trento prohibió el divorcio, sin embargo, la situación en las colonias no cambió mucho. Ni el Tribunal Eclesiástico ni la Santa  Inquisición intervinieron  para sancionar a los adúlteros.  Hacían la vista gorda, sobre todo cuando los infieles eran autoridades 'respetables’ o eran de la aristocracia.

La vista gorda fue permanente en especial para los prelados, que eran terribles durante todo el virreinato. En la sierra era común encontrar sacerdotes con mujer e hijos. En el último capítulo recojo los casos groseros de dos inquisidores, dos miembros de la cúpula de la Santa Inquisición, que tenían amantes y relaciones con sus esclavas. El primero es de mediados del siglo XVI y el otro es de 1820, en las postrimerías del virreinato. El adulterio, condenado y perseguido, era algo común y su resultado eran los hijos ilegítimos. Algunos eran reconocidos por los padres y tenían derecho a una ínfima parte de la herencia, si es que había. El vizconde de San Donás, fusilado por Bolívar en 1826, en su testamento confiesa tener dos hijos fuera del matrimonio. Otro caso notable fue el de un oidor de la Audiencia -nada menos- que tuvo dos hijos con una marquesa a la que le llevaba más de 20 años de edad, dejando a un lado a su esposa española y tres hijas. Este oidor vivió 95 años y su tumba la hallé en el cementerio Presbítero Maestro de Lima. Por su larga existencia, enterró a la marquesa y sus dos vástagos con ella.

A propósito, en tu libro mencionas el caso de una mujer que era bígama, la cual con todo desparpajo sale a responder a las denuncias de su marido, un militar galardonado. Cuéntanos.

En 1778 el botánico ya se refería al Perú como 
"el país de todos los colores".

Imagen Cortesía Blog Fernando R. Quesada Rettschlag

Este es un caso con trasfondo, el cual se conoce con el desarrollo del proceso ante el tribunal eclesiástico. El esposo -un granadero del ejército virreinal- denuncia a su esposa de ser una adúltera incorregible, hasta en su propia casa y con su cuñado. Admite que, por descubrirla varias veces con sujetos de toda condición -entre ellos un negro y un español-solicita al tribunal deshaga su mal matrimonio. La mujer, una comerciante indígena, no se queda callada y revela que cometió el error de casarse dos veces, en Huamanga y Lima. Denuncia que, a golpes, fue obligada a casarse con su segundo marido, el soldado, que también sería indígena por ser del Cusco. Las pesquisas confirman que el primer y legítimo marido vive sano y bueno en Huamanga, lo que automáticamente dejaría sin efecto su matrimonio en Lima, que ella también repudia. El soldado habría inventado todas las acusaciones porque al final confiesa que, su objetivo, era casarse con otra mujer y necesitaba que se anule su primer matrimonio y se envíe a su esposa a Huamanga, a vivir con su marido. 

Muchas mujeres aceptaban vivir en concubinato por un tiempo, pero luego pedían a sus parejas el cumplimiento de sus promesas de matrimonio. Por lo visto cuando había amor o pasión no importaba vivir en pecado, ¿no?

Claro, y muchas veces no importaba si la pareja era un prelado o miembro de la iglesia, impedido de casarse. De los archivos arzobispales rescate el caso de una criolla -posiblemente pobre- que tuvo un hijo con un clérigo, el cual le había prometido matrimonio, evidentemente ocultándole su condición de religioso. El engaño se mantuvo porque la mujer recién abrió los ojos cuando estaba nuevamente embarazada y el prelado quería seguir con la relación, pero mezquinándole ingresos para mantener a los hijos.

El periodista afirma  que durante el virreinato era normal
y tolerado entregar en matrimonio a niñas entre 13 y 14 años.
Lo triste era cuando su pareja se negaba a pasar por el altar. Ellas consideraban esta respuesta como un atentado a su imagen social debido a que, en aquella época, la virginidad estaba asociada a su valor como mujer.  Quedaban en una situación de desventaja cuando ya no eran puras.

Se debe precisar que la palabra de matrimonio era un compromiso muy serio y formal, por el cual las familias, desde que se daba por consentida la relación, le abrían las puertas al novio y futuro esposo. Como hoy es habitual, muchos no cumplían su palabra y las mujeres burladas -sus padres- podían demandarlos ante el tribunal eclesiástico. La pena consistía en casarse para mantener el honor de la mujer y su familia.

Muchos hombres fueron denunciados por faltar a su palabra, en particular, cuando hubo descendencia de por medio. Las perjudicadas en su honor pedían un dinero para mantener a sus hijos. ¿Se podría decir que solicitaban una pensión de alimentos?

Sí, el caso mencionado es elocuente porque la criolla embarazada dos veces por un prelado, le exigía un pago mensual para alimentar a sus hijitos porque ella confiesa no tener recursos. Sin embargo, aunque parezca exagerado decirlo, pero durante el virreinato se permitía a los padres que, en defensa de su honor, no reconozcan a sus hijos de relaciones adúlteras o ilegítimas. Un caso paradigmático fue el del acuarelista “Pancho” Fierro, que nació de las relaciones de un criollo rico, de primera generación, con la esclava de la casa, una desciende de africana también de primera generación. Las hermanas del padre se hicieron cargo del niño y, en su testamento, Nicolás del Fierro ni siquiera menciona la existencia de su hijo Francisco.

Los matrimonios eran pactados por los padres, pero no pocos hijos se negaron a acatar y fueron desheredados. Y, justamente para frenar esos casamientos inconvenientes los progenitores hacían uso de la Real Pragmática.

Las rabonas, mujeres fuertes y aguerridas que acompañaban
 a los ejércitos, que el autor reivindica en su libro. 
Pintura "Soldado de infantería y su rabona" por E. Vidal 
Imagen cortesía Blog Pintores peruanos de la república

Los padres tenían mucho poder sobre sus hijas, a las que podían concertarle el matrimonio. Esta era una práctica común a todos los estratos. El virrey Abascal, por ejemplo, casó a su única hija, de 17 años, con un brigadier español que era mayor por 20 años. Este caso, que lo narro en detalle, pinta de cuerpo entero el poder de los padres. El brigadier Pereira llegó a Lima por primera vez el 22 de setiembre y, el 27, Abascal solicitaba la presencia del arzobispo en el Palacio Virreinal para el matrimonio que se realizó el 1 de octubre de 1815. Ramoncita -que según todos los testimonios era rubia y muy encantadora- aceptó este matrimonio exprés sin chistar. Entonces las mujeres eran menores de edad hasta los 25 años y se independizaban del padre con el matrimonio, pero quedaban sujetas al esposo. Por la Real Pragmática, los padres españoles y criollos podían oponerse al matrimonio de sus hijos si consideraban que la pareja no era de alcurnia, no tenía “pureza de sangre” ni era católica.

Luego otras etnias apelaron a la Real Pragmática para impedir que sus vástagos contrajeran nupcias con gente que no fuera de su sangre. Lo documentas muy bien en tu obra.

La Real Pragmática se extendió a todos los sectores y, en los archivos, hay denuncias de padres indígenas que se oponen básicamente a que sus hijas se casen con mulatos, zambos o descendientes de africanos, así sean libertos. Para oponerse, expresaban que no había igualdad de sangre. Era el mismo argumento que usaban mestizos y criollos pobres para impedir la unión de hijas con hijos o descendientes de esclavos. Los afroperuanos libres, por su parte, rechazaban casar a sus hijas con esclavos, la última rueda en la sociedad virreinal

Es probable que el virrey de la Pezuela y su esposa hayan hecho uso de esta potestad con su hija María del Carmen, quien estaba a punto de pasar la barrera de los 25 años y a la fecha seguía siendo soltera. La gente comenzaba a murmurar, por tanto, debieron tomar cartas en el asunto. Lo normal era casar a las niñas entre los 13 y 14 años, ¿no es verdad?

El investigador peruano afirma que Lima
fue el centro del proceso de mestizaje. 
Así es, era común y tolerado que menores de 13 y 14 años fueran entregadas en matrimonio. El coronel Osorio, en 1812, llegó soltero y con 37 años a Lima,  y conoció a Joaquina, la hija de Pezuela y su futura esposa, cuando ella tenía 12 años. Cuando fue enviado a reconquistar Chile en 1814, hay evidencias que ya estaba comprometido con Joaquina por una carta que Pezuela le envió a su esposa doña Ángela, donde la recomienda hablar solo con Osorio sobre los temas más importantes de la familia. La primera hija, María del Carmen, llegó a Lima siendo una niña y debieron sobrarle pretendientes en Lima por la alta posición militar de su padre. Ella se casó con un primo español, que llegó a Lima como parte de una infausta expedición militar que fue emboscada y diezmada en Chile. Ese fue el último matrimonio en el viejo palacio de los virreyes, el 25 de diciembre de 1819.

El mestizaje es la herencia fundamental que  dejó la conquista española en Perú, así lo apuntas y destacas, y esa mezcla la comenzó a distinguir el botánico español Hipólito Ruíz cuando se refirió a un país 'de todos los colores' durante su  visita al país en 1778. Cuéntanos más.

En realidad, el mestizaje empezó desde que los españoles pisaron el imperio de los incas. Los soldados que capturaron a Atahualpa en Cajamarca, por ejemplo, tuvieron concubinas entregadas por el mismo inca y Pizarro tuvo descendencia en dos hijas de Huayna Cápac, hermanas de Huáscar y Atahualpa. Al mestizaje español-andino, se sumo el componente africano, que llegó junto con el conquistador hispano. De ahí que el virrey Amat y Juniet, en 1770, envió a Madrid 20 cuadros con los biotipos de matrimonios e hijos resultantes de la miscegenación entre españoles, andinos y africanos. Lima, por ser la capital y la ciudad más poblada del Perú virreinal, fue el centro de este proceso de mestizaje.

Afirmas que las mujeres más visibles del siglo XIX fueron Las Rabonas, ¿quiénes fueron y cuál  fue el papel tan trascendental que desempeñaron?

Flora Tristán describió con dureza a Las rabonas en su 
libro Peregrinaciones de una paria.
Imagen cortesía historiaperuana.pe

Hablar de rabonas es hablar de mujeres andinas, indígenas, quienes siguieron a sus esposos, novios, hijos o parientes que fueron enrolados casi siempre a la fuerza para servir en el ejército. Según los testimonios que he recogido, las rabonas aparecen como tales desde 1809, con el reclutamiento de indígenas en Arequipa, Cusco y Puno para luchar en el Alto Perú. Ellas eran mujeres humildes que le prestaban un enorme apoyo logístico al ejército virreinal porque se encargaban de buscar y preparar los alimentos de la tropa, ayudaban en el tratado de pertrechos y curaban a los heridos. Las rabonas no eran mujeres preparadas para combatir. Sin embargo, hubo un excepción que la relata en sus memorias el propio virrey Abascal cuando destaca el papel en la lucha que ellas cumplieron en la decisiva batalla de Umachiri, en que fue derrotado el cacique Pumacahua, en 1814. Lamentablemente, en los partes militares de la independencia, ni realistas ni independentistas, las mencionan ni reconocen su aporte.

Flora Tristán, por su parte, tiene un concepto muy distinto sobre Las Rabonas. La escritora francesa con ascendencia peruana manifiesta que no son casadas, no pertenecen a nadie y que ellas deciden con quienes estar.  ¿Crees que fue injusta con ellas?

En su libro Peregrinaciones de una paria, Flora Tristán revela sus duras impresiones sobre las rabonas que vio en el ejército del general San Román, en las afueras de Arequipa, en 1832. Ella no conoció a las rabonas que participaron en la guerra de la independencia, vio a las que seguían a los ejércitos de los caudillos que luchaban por apoderarse del poder en el Perú. La visión que ofrece es descarnada pero no aporta ninguna prueba documental ni ningún ejemplo directo de lo que afirma sobre la liberalidad de las rabonas. Flora fue una feminista de avanzada para su época, pero creo que las confundió con las francesitas de aquel entonces.

¿Es posible que en estas mujeres, más que un  incipiente patriotismo o apego a sus parejas, habría por el contrario, una enorme necesidad de  protección o búsqueda de seguridad teniendo en cuenta el futuro negro que les esperaba -quedándose en sus hogares- si sus figuras masculinas morían en combate?

Evidentemente, ser rabona era aferrarse a una esperanza, a un modo de vida al lado de su ser querido. Hay en todo caso desprendimiento y bastante inocencia. No creo que entonces hayan tenido un espíritu patriótico incipiente. En 1822, por ejemplo, unas rabonas vestidas como hombres se metieron en un convoy naval que iba a Guayaquil. Ellas seguían a sus parejas, que eran destinados como reemplazantes de soldados colombianos muertos o perdidos en el Perú. Esos soldados, según las leyes militares de la época, ya no eran peruanos, eran colombianos y su retorno era más que incierto. Sin duda, las rabonas que los seguían no sabían lo que les esperaba, solo seguían a sus seres queridos en su destino.

El periodista reveló que tiene material suficiente para un
para de libros más sobre este tema. 

Los militares españoles quedaron impactados con esta peculiaridad de los ejércitos (también los que reclutaban indígenas para la Expedición Libertadora), de ir a la guerra con sus mujeres e incluso hijos, algunas veces. Nunca antes habían visto algo semejante.

Los jefes españoles que llegaron a reforzar el ejército realista venían orgullosos de haber luchado y vencido a las tropas napoleónicas. La guerra en Europa enfrentaba a ejércitos profesionales mientras que, en América del Sur, y el Perú en particular, los ejércitos se formaban a duras penas, con soldados reclutados a la fuerza o con engaños, generalmente indígenas y mestizos pobres. El general La Serna se escandalizó al ver mujeres y niños alrededor de las tropas y el historiador español Torrente afirma que, más que un ejército, parecía una población pobre y errante. Sin embargo, esos hombres, hasta que llegó La Serna, habían logrado contener hasta por tres veces a las fuerzas independentistas enviadas desde Buenos Aires y que penetraron por el Alto Perú rumbo a Lima. La respuesta de La Serna fue modificar la estructura del ejército ahora bajo su mando, pero no pudo suprimir a las rabonas porque entonces los soldados desertaban, un problema que fue constante desde 1809.

Tengo entendido que has acumulado muchísimo material sobre la historia de otras mujeres que te gustaría compartir. ¿Para cuándo tienes prevista la publicación de tus nuevas obras?

Hay material para uno o dos libros más sobre el amor en la guerra de la independencia. Solo los amoríos de Bolívar, San Martín y O’Higgins son un filón, pero hay las historias de otros protagonistas, peruanos, europeos y americanos que llegaron al Perú a luchar por su independencia y quedaron atados por el amor. Las historias de los oficiales españoles también son otro material porque muchos, y de muy alta graduación, se fueron a la península con sus esposas peruanas.

¿Qué has descubierto sobre la gestación de la actual sociedad peruana con tus   investigaciones para este libro?  ¿Te explicas algo en concreto sobre ella?

Lo más saltante es confirmar que todos o casi todos nuestros problemas actuales estaban presentes en el siglo XVIII. La corrupción generalizada (y tolerada) en el estado; la justicia comprometida e inclinada al lado de los pudientes; una capital de espaldas al país y alejada de los indígenas (su población mayoritaria); el arribismo social, de todos los estratos y a cualquier costo; tampoco hubo, en 300 años, una visión de estado nacional y propio porque, a fin de cuentas, los gobernantes venían de España y pensaban más en España que en el Perú. Los virreyes si podían decir que Lima era el Perú. De los casi cuarenta virreyes, no más de media docena murieron y fueron enterrados en la capital. Sus hijos y descendientes se fueron y nunca volvieron. Algo nos dice que, en tres centurias, sólo una peruana llegó a ser virreina. Lamentablemente no tuvo hijos. Esa es también una historia de mi libro

Si desean saber más del autor y su obra
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